lunes, 26 de marzo de 2012

La ciudad en la Edad Media


La ciudad en la Edad Media
La distribución de las ciudades medievales en Europa muestra la imbricación de presiones sucesivas, esencialmente económicas, sobre la previa estructura eclesiástica.

La importancia de las ciudades
El antagonismo entre el medio rural y el urbano ha propiciado una dialéctica de exclusión llevada a extremo en las postrimerías del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, con revoluciones y guerras intercaladas, por el economicismo marxista, el creciente funcionariado y la casta política asentada en la ciudad de la sociedad urbana.

Europa medieval

Similares prejuicios mostraba la burocracia medieval, que en mayor o menor medida despreciaba a las gentes del campo, minusvalorando su trabajo del que entonces dependía grandemente la prosperidad social. Hasta que el campo produjo todos los excedentes comerciables la economía medieval, como la de cualquier sociedad campesina, tenía como objetivo la autosuficiencia de cada comunidad. El poco margen para la adquisición de productos o bienes superfluos, prescindibles, se concentraba en las ferias.
    Un apunte histórico, consignado en la época romana, muestra el sacrificio del campesino al sostenimiento del Imperio. El gasto más considerable del gobierno imperial romano era el ejército, que dejó de ser una carga para la economía tras el derrumbamiento del Imperio. Sucedido lo cual, la defensa, la necesidad defensiva de las distintas comunidades, recayó en cada una de las localidades y en los hombres libres que portaban armas. El campo se liberó de la carga contributiva que imponía el gobierno para el citado sostenimiento, y otros aparejados, con lo que comenzó a prosperar. A medida que crecía la población se cultivaban nuevas tierras, ampliando la producción, garantizando el abastecimiento y consiguiendo excedentes. Las comunidades, en cuanto se agruparon para alcanzar objetivos comunes, descubrieron las ventajas de la especialización. Un gran avance. La autosuficiencia quedó relegada a la estela del intercambio.
    A partir de aquí va desarrollándose un nuevo concepto de asentamiento social. Las autoridades de cada localidad tuvieron que extender su protección sobre las zonas incorporadas a las labores productivas. Eran las autoridades quienes concedían los permisos para establecer nuevos lugares comerciales protegidos, fortificados, para que fueran seguros los intercambios entre los comerciantes que se trasladaban de un lugar a otro con sus productos. Fue el advenimiento de las ciudades, tomada como base en Occidente la economía y su protección. Estos conglomerados urbanos, deficientemente organizados en un principio, fueron adaptándose al cabo a las condiciones predominantes de sus respectivas ubicaciones territoriales: las regiones.

Pocas de estas ciudades de nuevo cuño, por así decir, gozaban de tan privilegiada situación que eran proveídas por los suministros llegados de lejos y muy lejos, generalmente establecidas junto al mar o en cursos de agua navegables. La mayoría de los núcleos urbanos no podía prescindir para la subsistencia de los suministros locales y próximos en cuanto a alimento, trabajo y materias primas.
    Fuera de la península itálica para situarnos geográficamente fueron escasas las ciudades que consiguieron someter las localidades inmediatas al control político urbano. Mientras las antiguas colonias del Mediterráneo habían surgido como pequeñas ciudades y, al abrigo de su localización, habían procedido a cultivar las tierras alrededor, durante la Edad media lo que ocupaba el primer lugar era el cultivo de la tierra; luego, las ciudades medievales eran parasitarias.
    Previa la caída del Imperio Romano de Occidente, la antigua función social y económica de la ciudad como núcleo de nuevos asentamientos, se hallaba en decadencia. Una vez el Imperio podía garantizar la paz civil, las pequeñas comunidades insertas en el concepto de ciudad ya no tenían la necesidad de valerse por sí mismas. Las zonas costeras, las primeras a las que llegaron los inmigrantes, habían sido colonizadas. La penetración hacía el interior suponía el establecimiento de fincas particulares destinadas a desbrozar zonas incultas, frecuentemente eriales. Los ciudadanos del Imperio, salvo quizá los que moraban en las ciudades más grandes y florecientes, comenzaron a contemplar y valorar favorablemente las ventajas sociales que ofrecían sus propiedades. Si las ciudades del Imperio comenzaron a declinar fue porque la sociedad romana tardía se servía menos de ellas.
    Los "bárbaros" que invadieron Occidente, aunque deslumbrados en primera instancia por las ciudades romanas, aún contaban menos motivos que los autóctonos para mantenerlas en su pasado esplendor; de saber cómo hacerlo. Las ciudades romanas que sobrevivieron hasta la Edad Media lo deben a los obispos cristianos, que fueron quienes las consideraron y potenciaron como centros administrativos de su jurisdicción., por lo que el término imperial de diócesis (región administrada) les resultaba acorde al propósito.
    Al igual que el Imperio, la Iglesia dividió geográficamente sus responsabilidades. Las sedes de los obispos estaban distribuidas muy irregularmente en la Cristiandad, con una densidad notablemente superior en Italia. En Gran Bretaña, donde la vida de la ciudad no se mantuvo hasta el periodo inglés, así como en el centro de Europa y más al Este, las sedes debían estar forzosamente establecidas en lugares nuevos. La distribución resultante de las ciudades episcopales era menos regular que en tiempos del Imperio, pues las nuevas sedes servían comunidades cristianas ya existentes y no nuevos núcleos de población. Probablemente en el inicio, estas nuevas ciudades habían sido distribuidas de una manera sistemática. Pero las ciudades medievales, las que prosperaron, obviamente, se desarrollaron adquiriendo una idiosincrasia propia.
    Las ciudades episcopales de la Europa medieval se correspondían con las antiguas ciudades, con parecidas o idénticas funciones administrativas y culturales. Con el programa de renovación cristiana emprendido por los obispos, estas ciudades acrecentaron su actividad. Se reconstruyeron catedrales con sus correspondientes palacios episcopales, edificios para canónigos, santuarios e iglesias, alojamiento para peregrinos, casas de caridad,  casas para vivienda, puestos de venta de los diversos productos y talleres para los comerciantes precisos en estas ciudades. Pero la administración civil, diferenciada de la religiosa, en la Europa medieval seguía operando independientemente de las ciudades, ya que su estilo difería del que rigió durante el Imperio romano.
    De entre los pueblos nórdicos, los anglos (ingleses) y los francos (franceses) fueron los primeros en crear puestos gubernamentales reales. En el siglo XIII, el personal administrativo, los jueces y los contadores se establecieron en capitales administrativas como Westminster o París. Mientras la realeza continuaba alternando de ubicación en sus dominios para ocuparse de los asuntos concernientes, mantener o establecer contacto con los súbditos y promover acuerdos y alianzas, los "Parlamentos", los "Consejos reales", a menudo se reunían fuera de las capitales. Aunque ciertos aspectos de las cuestiones relacionadas con el gobierno se trataban en departamentos especializados, la tarea específica de administrar todo lo que hacía referencia a los Señores, de hecho independientes y poderosos, debía ser tratada por el rey directamente. En sus desplazamientos, el cortejo real se alojaba en fortalezas o en las ciudades.
    En la península itálica (Italia), a partir del siglo XIII hubo unos pocos gobiernos de ciudades que ejercieron su autoridad sobre las zonas rurales circundantes y unos cuantos de ellos llegaron a ser tan poderosos que incluso sometieron a los príncipes y terratenientes a sus Consejos municipales. Eran excepciones, pues la mayoría de ciudades-estado medievales disponían de territorios muy limitados y mínimas responsabilidades.
    La Europa medieval estuvo generalmente gobernada por príncipes propietarios de grandes extensiones de terreno de cultivo, que observaban el gobierno no tanto como administradores del territorio sino como la coordinación de relaciones entre individuos de diferente extracción o niveles sociales, desde la dependencia personal de la finca a un señor (propietario), a través de arrendamientos y vasallajes, a cuestiones prácticas como el tributo a pagar al rey o al emperador.
    Los príncipes, que no observaban a las ciudades como centros administrativos, apreciaban en ellas las posibilidades que ofrecían para la prosperidad de las propiedades. Como poderes efectivos de la región, los privilegios y las dádivas que otorgaban los príncipes eran indispensables para el desarrollo de las ciudades.
    En el siglo X hubo que fortificar las zonas fronterizas y expuestas a invasiones, lo que contribuyó a estabilizar las fronteras propiciando que los puestos avanzados y guarniciones se convalidaran en núcleos de población estable y por ende ciudades y centros de nuevos obispados. En adelante, en esos lugares, se promocionó el afincamiento humano diverso, a través de privilegios especiales, y se atrajo el comercio mediante la instauración de tribunales especiales encargados de la protección de los comerciantes en el desempeño de su actividad. Las ciudades obtuvieron exenciones de derechos económicamente restrictivos como, por ejemplo, los pagos de peaje; lo cual permitía la expansión y consolidación de la estructura social en la floreciente urbe. La aceptación y defensa por parte de los poderes militar y político aseguraban la continuidad de las ciudades, especialmente en territorios sacudidos por las frecuentes hasta entonces incursiones de pueblos vecinos con afán más que de conquista de rapiña o castigo.
    La reaparición de establecimientos urbanos de dimensiones considerables a lo largo del siglo XII no significa estrictamente una vuelta a la civilización esplendente romana después de una época prolongada de una considerada barbarie. En consonancia con el concepto romano, la ciudad medieval no resultaba más civilizada que el agro. Los hombres poderosos no se consideraban ciudadanos puesto que no recurrían a las ciudades ni para necesidades ni para amenidades o funciones jurisdiccionales. Las ciudades no eran esenciales para el gobierno en este periodo de la historia; surgieron ellas como expresión de la economía medieval, como establecimientos de concurrencia accesibles a la defensa contra toda clase de enemigos físicos, dedicados a la manufactura y al intercambio; representando un nuevo tipo de división del trabajo dentro de la sociedad.
    Las ciudades suponían una mejora cualitativa para el sector agrícola que producía excedentes para mercadear y alimentar a las poblaciones no agrícolas, y que a su vez encontraba herramientas y productos, tales como vino o telas, de los que carecía o no en la medida de poder comerciar con ellos. Estas ciudades, a modo complementario de cualquier actividad y negocio, eran puntos nodales de una red comercial en formación dentro de un ámbito un mundo sin la homogeneidad del romano.
    Europa se configuraba desde diferentes regiones con distintas especialidades. A este mundo, pese a sus saqueadores, el Imperio carolingio había aportado en primer lugar las condiciones económicas en las que era posible la especialización regional. Las ciudades iban jalonando las grandes vías y los ríos principales que atraviesan Europa, posibilitando que los productos el resultado de la producción recorrieran distancias cortas y que los artículos de comercio más preciados cubrieran todas las distancias, alcanzando también la España musulmana, Constantinopla o el septentrión europeo; y viceversa.
    Los hombres de la ciudad se convierten en hombres de negocios, fueran ya ricos y poderosos o no lo fueran, a diferencia de lo que ocurría con los príncipes; ocupados de sus asuntos y no de la responsabilidad pública y el anejo gobierno. El campo miraba a la ciudad por el objetivo económico y no tanto o apenas por el del aprendizaje de industrias artesanas para las generaciones venideras.
    Como elementos integrantes del mundo medieval, las ciudades sufrieron también los efectos de las condiciones políticas locales. La monarquía de cada territorio desempeñaba un papel básico en la construcción de lugares para la defensa que, posteriormente y bajo legislación acorde, se convertían en los centros de mercadeo. Eran los reyes quienes satisfacían la demanda comercial de dinero contante acuñando monedas acreditadas; y otorgaban cartas que aseguraban el reconocimiento nacional de las libertades de una ciudad. Sucesivamente, siglos XIII y XIV, algunas ciudades quedaron remodeladas por la fortificación de su perímetro urbano, también por concesión y apoyo real. Ni aisladamente ni formando una liga podían las ciudades persistir en una actitud desafiante a la autoridad regia.

Las ciudades y el Sacro Imperio Romano Germánico
Los emperadores de esta federación de Estados centroeuropeos y bálticos, designaban a ciertas ciudades con el título de "imperiales", es decir, sometidas al emperador únicamente, para sustraerlas a la influencia de los príncipes locales. Cuando los emperadores perdieron su autoridad efectiva estas ciudades lucharon por mantener su autonomía. En Italia, la debilidad crónica de los emperadores después de 1122 dejó las antiguas ciudades bajo el gobierno nominal de los obispos, lo que facilitó que los ciudadanos obtuvieran de ellos concesiones.
    Entre las ciudades más florecientes del siglo XI, Italia contó con las repúblicas marítimas meridionales, como Amalfi, que disfrutó del dominio meridional de Constantinopla. A partir de 1130 todas las ciudades independientes del Sur tuvieron que pactar con la nueva monarquía normanda. Las ciudades situadas más hacia el Norte habían experimentado notable crecimiento dada la nueva situación de la península después de las Cruzadas. Algunos casos hubo de oposición frontal a la autoridad de los reyes alemanes como homónimos de Italia, pero no fue práctica generalizada. Sí sucedió, en cambio, en la generación posterior, con ocasión de las luchas de la liga lombarda contra Federico I, cuyas concesiones fueron ratificadas en 1183. Aunque ello no contribuyó a revitalizar a las antiguas repúblicas marítimas meridionales, donde, como en Inglaterra, la efectiva actuación del gobierno real sofocaba la independencia urbana. El desarrollo del norte de la península itálica obedeció a la negligencia del gobierno regio junto a la determinación de algunas ciudades de compensar tales defectos con sus propias instituciones municipales.

Ambrogio Lorenzetti: Arte y efectos del buen gobierno (1339)
Palacio Comunal, Siena

Federico I precipitó la lucha con esas ciudades tratando de impedir el declive de su poder, apelando a derechos legales a él inherentes, probados por los maestros en jurisprudencia romana de la época. Las ciudades, no obstante el imperativo legal, resistieron con éxito, confiando en la legitimidad de sus reivindicaciones, mayormente basadas en la costumbre. No todas las ciudades se mostraron hostiles al emperador, quizá atemorizadas por la agresividad de Milán, lo que las llevó a unirse en alianza imperial.
    No se daba lucha de clases entre príncipes y mercaderes. Si la situación germánica en la península hubiera sido más sólida, Federico I hubiera podido obtener todavía más respaldo y, en contraprestación, haber aportado la protección total al estilo de la ofrecida por  los reyes de Inglaterra y Sicilia. Aun cuando el principal interés de la disputa estribaba en determinar la primacía legal entre la teoría de la ley y la influencia de la costumbre, la ulterior victoria de las ciudades refleja que ya estaban en condiciones de procurarse el adecuado apoyo militar, diplomático y político, independiente de los recursos económicos.
    Las ciudades querían tener derecho a nombrar sus magistrados. Carecían de plan político para el gobierno conjunto del septentrión peninsular ni tampoco esperanza fundada en perpetuar las alianzas guerreras. Cuando en el siglo siguiente, el XIII, el emperador Federico II prometió un gobierno acorde con las circunstancias de esa región, se reanudó la contienda. Esta vez sucumbieron muchas ciudades al poderío militar del emperador, adoptando el papel de déspotas locales los capitanes de tal ejército; aunque en última instancia fuera derrotado el emperador. De esta manera las ciudades preservaron individualmente su independencia perdiendo sus libertades como repúblicas. Gobernadas por los citados déspotas, ambiciosos de dominio y perpetuación dinástica, las ciudades independientes de menor tamaño fueron absorbidas por las ciudades-estado. Únicamente las ciudades de mayor prestancia pudieron conservar cierto tipo de control público sobre sus ciudadanos.
    En definitiva, después de unas pocas generaciones, la mayor parte de las repúblicas urbanas septentrionales de la península itálica habían pasado a convertirse en patrimonio de "nuevas familias principescas", deseosas de enlazar con las familias nobiliarias del Norte europeo. Luego, estas ciudades dejaron de ser cuna de un estilo de vida urbana independiente, característico y distinguido.

Las nuevas ciudades de la región del Rin
La distribución de las ciudades medievales en Europa muestra la imbricación de presiones sucesivas, esencialmente económicas, sobre la previa estructura eclesiástica. La concentración de ciudades en la región del antiguo Reino Medio (el Imperio carolingio) indicaba que los carolingios podían garantizar la seguridad de todo el tráfico procedente del Mediterráneo. Este llegaba por la ruta más corta, desde el norte de Italia atravesando los Alpes y descendiendo por el río Sena, y de manera especial a través de la región del río Rin, que después de Carlomagno no era una frontera sino un corredor que daba acceso por el Este y el Oeste a las feraces regiones de los alemanes cristianos y de otros pueblos.
    En el Imperio romano las rutas hacia el Norte habían atravesado el mar hasta la región de Provenza y después río Ródano arriba. En la vertiente italiana de estas rutas comerciales no era necesario buscar nuevas ciudades puesto que existía de antiguo y habían sobrevivido a los periodos de invasión. Los emperadores otonianos (Otón I, II y III de Alemania) se habían servido de los obispos como funcionarios reales en aquellas demarcaciones y las administraciones episcopales desbordaban de ciudadanos ansiosos de reconocimiento y poder. Los emperadores también conservaban el dominio sobre varias ciudades marítimas, entre ellas la afamada Venecia.

Vittore Carpaccio: El milagro de la reliquia de la Vera Cruz (1494-1495)
Galería de la Academia, Venecia

En el Norte, a lo largo del Rin, las grandes ciudades eran sede de obispos y estaban instaladas en plazas romanas. No sucedía lo mismo en la zona del delta de este río, donde la organización romana era retirada por los establecimientos frisios y francos. Hasta el periodo carolingio la región no fue convertida al cristianismo, principalmente por obra de misioneros y monjes ingleses, irlandeses y aquitanos, más que por influencia de los obispos ya establecidos. Debido a las condiciones inestables, precarias en realidad, la sede de Tongres, del siglo IV, fue trasladada a Maastricht (Mastrique) antes de recalar en Lieja a principios del siglo VIII. Al norte del Rin, la ciudad romana de Utrecht había sido dotada anteriormente de un obispado. Las incursiones realizadas por los nórdicos en el siglo IX afectaron nuevamente el desarrollo de la zona, causando menos daño en los centros pequeños que se recuperaron rápidamente haciéndose con el mando; salieron beneficiados.
    En el siglo XI, el surgimiento de las ciudades en el delta del Rin evidenció la influencia de  factores distintos. Al Oeste de la ciudad de Lieja, los Países Bajos integraban la provincia eclesiástica de Reims. La ciudad romana de Tournai fue asolada por los bárbaros el año 406 y a partir del siglo VI su obispado quedó vinculado a la ciudad de Noyon, 120 kilómetros al Sur. Estas dos seos no se disgregaron hasta el año 1146. Similarmente, la seo de la ciudad de Arras fue trasladada a la de Cambray y no se reinstauró hasta 1093. La seo de Boulogne se estableció en Thérouanne. El pasado romano contribuyó apenas a la organización eclesiástica de los Países Bajos. Las ciudades más famosas de la región: Brujas, Gante e Ypres debieron su importancia a que su primitivo desarrollo tuvo lugar en los siglos IX y X, más que a su origen romano. El nombre de Brujas es de origen escandinavo; en el año 1000 esta ciudad había sido un centro comercial y lugar de residencia del conde de Flandes.
    Mientras el río marco la frontera de la civilización la región no pudo desarrollarse. El advenimiento de la dinastía carolingia propició la colonización y conversión del norte de Alemania, abriendo la posibilidad a que el delta del Rin dispusiese favorablemente de su privilegiada localización como límite de la vía fluvial más amplia de Europa occidental. Desde Flandes la multiplicación de centros de actividad comercial, incipientes ciudades, se extendió a Brabante, Holanda y Zutphen; desde las bases del mar del Norte fue costeando en imparable avance hasta alcanzar el mar Báltico.
    La organización de la Liga Hanseática en el siglo XIII demostró que los centros comerciales del Norte, las ciudades, pese a valorar implícitamente su independencia, entendían y requerían los beneficios de la asociación. De entre las muchas ciudades de esta región norteña Brujas se convirtió en el punto neurálgico del comercio y las finanzas.
    En los albores del siglo XIV, Venecia y Génova, principales puertos del comercio con Oriente, enviaron regularmente sus flotas vía el estrecho de Gibraltar y el golfo de Vizcaya a comerciar con el expansivo Flandes.
    Esta época registró el abandono de la navegación por parte de los personajes acaudalados de las ciudades norteñas, fomentando su negocio en la recepción de los comerciantes extranjeros y la consolidación de industrias manufactureras, especialmente tejidos. En estos lugares prósperos y sumamente activos en el comercio fue donde las características propias de las ciudades medievales consiguieron una realización plena.

La Liga Hanseática y el Báltico
Desde el siglo X los vikingos establecieron lugares para comerciar, fortificándolos para asegurar su permanencia; lo que no significó continuidad en la actividad comercial hasta el siglo XIII. El comercio del Norte de Europa estaba en manos de varias ciudades alemanas, verdaderos centros de poder, con pocas bases escandinavas en este conjunto comercial utilizadas como depósitos. La ciudad de Wisby, otrora lugar importantísimo para el comercio con Novgorod, la ciudad dorada a orillas del lago Ilmen, había declinado. Las disputas de carácter comercial, pasaron de aquí a los tribunales de Lübeck (ciudad del Sacro Imperio Romano Germánico, al norte de la actual Alemania y a orillas del río Trave y el mar Báltico), ciudad que en la segunda mitad del siglo XIII asumió el liderazgo de la liga de ciudades llamada Hansa. Hanse, palabra de los altos territorios alemanes, significa asociación; con ella quiso designarse una sociedad, o un gremio influyente, de mercaderes de puertos extranjeros.
    La ley de Lübeck entró en vigor en diecinueve ciudades el año 1300, ciudades en los demás aspectos autónomas, vinculadas entre sí por esta liga comercial. Lübeck había sido fundada en 1143, recibiendo un privilegio imperial en 1226; la adopción de sus leyes en la significada ciudad de Hamburgo en 1232 refrendó su primacía sobre el resto.

En esta época, el movimiento a favor de la penetración alemana en los territorios europeos orientales ganaba adhesiones. La Orden de los Caballeros Teutónicos se había instalado en Mazovia (actual Polonia, e su región centro oriental) y el código legal de Lübeck había llegado hasta las ciudades de Livonia (en la costa oriental del mar Báltico, entre Letonia y Estonia hoy), en 1254, y de Riga (actual capital del estado Báltico de Letonia), en 1270. Los comerciantes de las principales ciudades del Báltico, y de otras ciudades también, empezaron a cooperar para unificar los códigos de actividad, las normativas de comercio, actuando conjuntamente contra la piratería y demás enemigos del comercio.
    Una de las razones de esta cooperación política fue la ausencia, en toda la región, de un príncipe en nombre del cual se habrían promulgado leyes quizá contrarias al propósito de las ciudades. Tras la muerte de Federico I, el año 1250, ya no se podía invocar el emperador, los negicios y el comercio estaban en auge ya que las tierras de Europa oriental estaban abiertas a la colonización y la explotación. Los príncipes cristianos polacos todavía luchaban contra los paganos prusianos, por lo que recibían gratamente la ayuda de los europeos occidentales. Los productos del interior, transportados por flotación, las vías fluviales orientales, hasta los puertos del mar Báltico., se encontraban a merced de diferentes autoridades políticas. Las costas de estos mares septentrionales estaban a su vez bajo la jurisdicción de varios príncipes modestos. Las ciudades de Hamburgo y Lübeck mantenían su hegemónica posición mientras los mercaderes descubrían que contaban con los recursos adecuados para vigilar sus propias aguas costeras. Fue así como los miembros de la Hansa, la liga anseática, se involucraron en actividades políticas al amparo de esta cooperación.
    El enemigo más importante contra el que tenía que disputar esta liga era el rey de Dinamarca, puesto que él representaba la alternativa de gobierno en la zona y para la región. Desde tiempos de los navegantes vikingos, los principales intereses de Dinamarca se centraban en el mar. Esta autoridad real estaba afincada en Escania (actualmente en el sur de Suecia), por lo que disponía de la llave para cerrar el Báltico o de introducirse a voluntad en el mar del Norte para ejercer el comercio. Para los comerciantes bálticos, como los de Lübeck el acceso a los puertos de Flandes era vital para que su actividad fuera rentable.
    Pese a las ventajas que ofrecía una sucesión dinástica mantenedora de la misma política, los reyes de Dinamarca no consiguieron doblegar el ímpetu de la Hansa. Lo intentaron denodadamente. Los reyes Eric VI (1286-1319) y Waldemar IV (1340-1375) conquistaron y redujeron momentáneamente la autonomía de un extenso territorio, pero al cabo, este último monarca, fue vencido y obligado a firmar la paz de Stralsund (ciudad anseática al norte de Alemania), en 1367, que otorgó a la Hansa el monopolio de la industria de los arenques de Escania, así como libertades para la confederación de mercaderes de la ciudad de Colonia y poderes de interferencia política sobre el reino danés.
    Para entrar en tratos posteriores con la Hansa, los daneses tuvieron que imponerse a los suecos. La hija de Waldemar IV, Margaret, forjó un plan para unir las coronas escandinavas, enfrentando con ello a la Hansa con un enemigo de mayor poderío. La unidad resultó precaria, sobre todo tras la muerte de Margaret, en 1412, debido a que cada reino tenía sus propias leyes. No obstante, la amenaza de unificación política alarmó a las ciudades de la Hansa que precipitaron el reforzamiento de su asociación, fortaleciendo y coordinando una reacción política. En 1418 se acordaron nuevas reglamentaciones que establecían una función más definida para Lübeck, como también la implantación de una asamblea suprema, la Hansetage, con una representación de casi cien miembros de la liga, que debía reunirse en Lübeck siempre que la ocasión lo requiriera. Esta nueva organización permitió a las ciudades ligadas paralizar la acción de Eric V de Dinamarca y su hijo Cristian I en 1426.

Rutas comerciales principales y secundarias

Pese a este bloqueo exitoso contra Dinamarca, la Hansa no alcanzó su antigua situación privilegiada. Por su parte el rey de Polonia recobraba el dominio del litoral polaco, mientras que en los Países Bajos, el duque de Borgoña había fomentado la iniciativa marítima holandesa hasta el punto de enfrentar a los holandeses con la Hansa en el Báltico, aliándose con los daneses, acérrimos enemigos de los anseáticos. Era el ocaso de un imperio comercial.

La influencia urbana en la última Edad Media 
La inevitable penetración de la política junto a las iniciativas inherentes a la actividad de la hansa obligaron a las unidades económicas y sociales con autonomía legal a un dispendio militar elevado para mantener la independencia. En una sociedad predominantemente rural donde las ciudades eran, en su mayoría, dependientes en lo tocante a recursos, las unidades económicas y sociales se veían superadas en número por lo que únicamente podían mantener su independencia convirtiéndose en pequeños estados con población rural, cambiando los rasgos de sus gobiernos urbanos para hacer frente a las nuevas responsabilidades estructurales.
    En Alemania hubo muchas ciudades imperiales libres que sobrevivían en territorios menguados, pues perduraban bastantes señores del imperio, individualmente apenas considerados pero con fuerte posición una vez sumados, que retrasaron la aparición de unos cuantos estados con notable poderío.
    En los Países Bajos, las aspiraciones de Brujas o Gante a convertirse en ciudades-república no obtuvieron el refrendo de sus vecinos, ciudades de menores dimensiones y potencial, ni el de los condes de Flandes y duque de Borgoña, ambos deseosos de recuperar el poder político sobre los ciudadanos. Únicamente en la península itálica hubo unas cuantas ciudades que consiguieron constituirse en ciudades-estado: Venecia, Génova, Milán, Florencia, y alguna más de inferior renombre. Más allá de la cordillera alpina, la ciudad de Berna creó un Estado notable, mientras que las ambiciones de su rival Zurich se vieron frustradas. El ducado de Milán absorbió a muchas ciudades pequeñas que pasaron a convertirse en provincia, aunque manteniendo una cierta autonomía de tipo cívico.
    La nueva organización política no suponía la demolición de la vida urbana como tal, si bien tuvo que cambiar su carácter anterior para adaptarse a las circunstancias del siglo XV; igual que sucediera en los siglos X y XII. El nuevo orden representaba la instauración de gobiernos con sedes fijas en las capitales, recibiendo de ellas rasgos como el corporativismo en el gobierno y los estilos culturales en cuestión de ceremonias y debates religiosos. Desde este momentos las ciudades marcan el ritmo en la transformación de los valores europeos, incorporando el campo al entorno urbano mediante la adquisición de fincas rústicas paulatinamente transformadas en huertos, jardines y parques.
    Originariamente las ciudades habían crecido con rapidez acogiendo el espíritu emprendedor de una sociedad rural vigorosa. En las postrimerías del siglo XIII, por hallarse el continente europeo saturado de ciudades en relación a las necesidades económicas y comerciales, el proceso de expansión urbano comenzó a declinar. Las esperanzas puestas en ciudades que no respondían a una necesidad contribuyó en buena medida al frenazo. Cuando dejó de haber una demanda de manufacturas y materias primas a suministrar por los comerciantes, las ciudades entablaron una desaforada competencia entre sí a fin de conservar sus mercados.
    Y a lo expuesto hay que añadir las epidemias y pestes que se cebaron principalmente en las ciudades., dado que constituían un caldo de cultivo favorable para las infecciones. La población urbana europea fue diezmada, pero se recuperó en cuanto comenzó a crecer la población rural, puesto que las ciudades buscaban afanosamente atraer inmigrantes que desarrollaran determinadas competencias. Superados los contratiempos, la prosperidad reinicia un camino expedito y duradero.
    Determinar fehacientemente la aparición de las ciudades medievales es tarea compleja. Son muy pocos los edificios anteriores al siglo XIII que han sobrevivido. Se trata sobre todo de iglesias, edificios constantemente ampliados y reconstruidos, a menudo conservados como lugares históricos, aislados y cuidados para su preservación. Estas iglesias ya eran en la Edad Media construcciones góticas rodeadas de edificios más modernos. Eran los edificios mejor construidos de las ciudades y los que dominaron un medio urbano comparativamente homogéneo en lo que se refiere a su carácter arquitectónico.
    Hacia finales del siglo XV no se inició la planificación urbanística de las ciudades de manera que su apariencia, su estética de conjunto, provocara una determinada impresión a la par que característica. A lo largo de la Edad Media, la ciudad se transforma al compás de los individuos que la habitan.
Francisco Moreno Cervera
¬ 03/03/2009

1 comentario:

  1. Apreciados(as) alumnos(as):
    El presente documento es un complemento para los contenidos vistos en clases. Deben leerlo para tener una visión más amplia de lo que fueron las ciudades medievales. Para ver las imágenes visiten http://esunmomento.es/contenido.php?recordID=167

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