La ciudad en la Edad Media
La distribución de las ciudades medievales en Europa
muestra la imbricación de presiones sucesivas, esencialmente económicas, sobre
la previa estructura eclesiástica.
La
importancia de las ciudades
El antagonismo
entre el medio rural y el urbano ha propiciado una dialéctica de exclusión
llevada a extremo en las postrimerías del siglo XIX y a lo largo del siglo XX,
con revoluciones y guerras intercaladas, por el economicismo marxista, el
creciente funcionariado y la casta política asentada en la ciudad de la
sociedad urbana.
Similares prejuicios mostraba la burocracia medieval, que en mayor o menor medida despreciaba a las gentes del campo, minusvalorando su trabajo del que entonces dependía grandemente la prosperidad social. Hasta que el campo produjo todos los excedentes comerciables la economía medieval, como la de cualquier sociedad campesina, tenía como objetivo la autosuficiencia de cada comunidad. El poco margen para la adquisición de productos o bienes superfluos, prescindibles, se concentraba en las ferias.
Un apunte histórico, consignado en la época romana, muestra el sacrificio del
campesino al sostenimiento del Imperio. El gasto más considerable del gobierno
imperial romano era el ejército, que dejó de ser una carga para la economía
tras el derrumbamiento del Imperio. Sucedido lo cual, la defensa, la necesidad
defensiva de las distintas comunidades, recayó en cada una de las localidades y
en los hombres libres que portaban armas. El campo se liberó de la carga
contributiva que imponía el gobierno para el citado sostenimiento, y otros
aparejados, con lo que comenzó a prosperar. A medida que crecía la población se
cultivaban nuevas tierras, ampliando la producción, garantizando el
abastecimiento y consiguiendo excedentes. Las comunidades, en cuanto se
agruparon para alcanzar objetivos comunes, descubrieron las ventajas de la
especialización. Un gran avance. La autosuficiencia quedó relegada a la estela
del intercambio.
A partir de aquí va desarrollándose un nuevo concepto de asentamiento social.
Las autoridades de cada localidad tuvieron que extender su protección sobre las
zonas incorporadas a las labores productivas. Eran las autoridades quienes
concedían los permisos para establecer nuevos lugares comerciales protegidos,
fortificados, para que fueran seguros los intercambios entre los comerciantes
que se trasladaban de un lugar a otro con sus productos. Fue el advenimiento de
las ciudades, tomada como base en Occidente la economía y su protección. Estos
conglomerados urbanos, deficientemente organizados en un principio, fueron
adaptándose al cabo a las condiciones predominantes de sus respectivas
ubicaciones territoriales: las regiones.
Pocas de
estas ciudades de nuevo cuño, por así decir, gozaban de tan privilegiada
situación que eran proveídas por los suministros llegados de lejos y muy lejos,
generalmente establecidas junto al mar o en cursos de agua navegables. La
mayoría de los núcleos urbanos no podía prescindir para la subsistencia de los
suministros locales y próximos en cuanto a alimento, trabajo y materias primas.
Fuera de la península itálica —para
situarnos geográficamente— fueron
escasas las ciudades que consiguieron someter las localidades inmediatas al
control político urbano. Mientras las antiguas colonias del Mediterráneo habían
surgido como pequeñas ciudades y, al abrigo de su localización, habían
procedido a cultivar las tierras alrededor, durante la Edad media lo que
ocupaba el primer lugar era el cultivo de la tierra; luego, las ciudades
medievales eran parasitarias.
Previa la caída del Imperio Romano de Occidente, la antigua función social y
económica de la ciudad como núcleo de nuevos asentamientos, se hallaba en
decadencia. Una vez el Imperio podía garantizar la paz civil, las pequeñas
comunidades insertas en el concepto de ciudad ya no tenían la necesidad de
valerse por sí mismas. Las zonas costeras, las primeras a las que llegaron los
inmigrantes, habían sido colonizadas. La penetración hacía el interior suponía
el establecimiento de fincas particulares destinadas a desbrozar zonas
incultas, frecuentemente eriales. Los ciudadanos del Imperio, salvo quizá los
que moraban en las ciudades más grandes y florecientes, comenzaron a contemplar
y valorar favorablemente las ventajas sociales que ofrecían sus propiedades. Si
las ciudades del Imperio comenzaron a declinar fue porque la sociedad romana
tardía se servía menos de ellas.
Los "bárbaros" que invadieron Occidente, aunque deslumbrados en
primera instancia por las ciudades romanas, aún contaban menos motivos que los
autóctonos para mantenerlas en su pasado esplendor; de saber cómo hacerlo. Las
ciudades romanas que sobrevivieron hasta la Edad Media lo deben a los obispos
cristianos, que fueron quienes las consideraron y potenciaron como centros
administrativos de su jurisdicción., por lo que el término imperial de diócesis
(región administrada) les resultaba acorde al propósito.
Al igual que el Imperio, la Iglesia dividió geográficamente sus
responsabilidades. Las sedes de los obispos estaban distribuidas muy
irregularmente en la Cristiandad, con una densidad notablemente superior en
Italia. En Gran Bretaña, donde la vida de la ciudad no se mantuvo hasta el
periodo inglés, así como en el centro de Europa y más al Este, las sedes debían
estar forzosamente establecidas en lugares nuevos. La distribución resultante
de las ciudades episcopales era menos regular que en tiempos del Imperio, pues
las nuevas sedes servían comunidades cristianas ya existentes y no nuevos
núcleos de población. Probablemente en el inicio, estas nuevas ciudades habían
sido distribuidas de una manera sistemática. Pero las ciudades medievales, las
que prosperaron, obviamente, se desarrollaron adquiriendo una idiosincrasia
propia.
Las ciudades episcopales de la Europa medieval se correspondían con las antiguas
ciudades, con parecidas o idénticas funciones administrativas y culturales. Con
el programa de renovación cristiana emprendido por los obispos, estas ciudades
acrecentaron su actividad. Se reconstruyeron catedrales con sus
correspondientes palacios episcopales, edificios para canónigos, santuarios e
iglesias, alojamiento para peregrinos, casas de caridad, casas para
vivienda, puestos de venta de los diversos productos y talleres para los
comerciantes precisos en estas ciudades. Pero la administración civil,
diferenciada de la religiosa, en la Europa medieval seguía operando
independientemente de las ciudades, ya que su estilo difería del que rigió
durante el Imperio romano.
De entre los pueblos nórdicos, los anglos (ingleses) y los francos (franceses)
fueron los primeros en crear puestos gubernamentales reales. En el siglo XIII,
el personal administrativo, los jueces y los contadores se establecieron en
capitales administrativas como Westminster o París. Mientras la realeza
continuaba alternando de ubicación en sus dominios para ocuparse de los asuntos
concernientes, mantener o establecer contacto con los súbditos y promover
acuerdos y alianzas, los "Parlamentos", los "Consejos
reales", a menudo se reunían fuera de las capitales. Aunque ciertos aspectos
de las cuestiones relacionadas con el gobierno se trataban en departamentos
especializados, la tarea específica de administrar todo lo que hacía referencia
a los Señores, de hecho independientes y poderosos, debía ser tratada
por el rey directamente. En sus desplazamientos, el cortejo real se alojaba en
fortalezas o en las ciudades.
En la península itálica (Italia), a partir del siglo XIII hubo unos pocos
gobiernos de ciudades que ejercieron su autoridad sobre las zonas rurales
circundantes y unos cuantos de ellos llegaron a ser tan poderosos que incluso
sometieron a los príncipes y terratenientes a sus Consejos municipales. Eran
excepciones, pues la mayoría de ciudades-estado medievales disponían de
territorios muy limitados y mínimas responsabilidades.
La Europa medieval estuvo generalmente gobernada por príncipes propietarios de
grandes extensiones de terreno de cultivo, que observaban el gobierno no tanto
como administradores del territorio sino como la coordinación de relaciones entre
individuos de diferente extracción —o niveles
sociales—, desde la dependencia personal de
la finca a un señor (propietario), a través de arrendamientos y vasallajes, a
cuestiones prácticas como el tributo a pagar al rey o al emperador.
Los príncipes, que no observaban a las ciudades como centros administrativos,
apreciaban en ellas las posibilidades que ofrecían para la prosperidad de las
propiedades. Como poderes efectivos de la región, los privilegios y las dádivas
que otorgaban los príncipes eran indispensables para el desarrollo de las
ciudades.
En el siglo X hubo que fortificar las zonas fronterizas y expuestas a
invasiones, lo que contribuyó a estabilizar las fronteras propiciando que los
puestos avanzados y guarniciones se convalidaran en núcleos de población
estable y por ende ciudades y centros de nuevos obispados. En adelante, en esos
lugares, se promocionó el afincamiento humano diverso, a través de privilegios
especiales, y se atrajo el comercio mediante la instauración de tribunales
especiales encargados de la protección de los comerciantes en el desempeño de
su actividad. Las ciudades obtuvieron exenciones de derechos económicamente
restrictivos como, por ejemplo, los pagos de peaje; lo cual permitía la
expansión y consolidación de la estructura social en la floreciente urbe. La
aceptación y defensa por parte de los poderes militar y político aseguraban la
continuidad de las ciudades, especialmente en territorios sacudidos por las
frecuentes hasta entonces incursiones de pueblos vecinos con afán más que de
conquista de rapiña o castigo.
La reaparición de establecimientos urbanos de dimensiones considerables a lo
largo del siglo XII no significa estrictamente una vuelta a la civilización
esplendente romana después de una época prolongada de una considerada barbarie.
En consonancia con el concepto romano, la ciudad medieval no resultaba más
civilizada que el agro. Los hombres poderosos no se consideraban ciudadanos
puesto que no recurrían a las ciudades ni para necesidades ni para amenidades o
funciones jurisdiccionales. Las ciudades no eran esenciales para el gobierno en
este periodo de la historia; surgieron ellas como expresión de la economía
medieval, como establecimientos de concurrencia accesibles a la defensa contra
toda clase de enemigos físicos, dedicados a la manufactura y al intercambio;
representando un nuevo tipo de división del trabajo dentro de la sociedad.
Las ciudades suponían una mejora cualitativa para el sector agrícola que
producía excedentes para mercadear y alimentar a las poblaciones no agrícolas,
y que a su vez encontraba herramientas y productos, tales como vino o telas, de
los que carecía o no en la medida de poder comerciar con ellos. Estas ciudades,
a modo complementario de cualquier actividad y negocio, eran puntos nodales de
una red comercial en formación dentro de un ámbito —un mundo— sin la
homogeneidad del romano.
Europa se configuraba desde diferentes regiones con distintas especialidades. A
este mundo, pese a sus saqueadores, el Imperio carolingio había aportado en
primer lugar las condiciones económicas en las que era posible la
especialización regional. Las ciudades iban jalonando las grandes vías y los
ríos principales que atraviesan Europa, posibilitando que los productos —el resultado de la producción— recorrieran distancias cortas y que los artículos de
comercio más preciados cubrieran todas las distancias, alcanzando también la
España musulmana, Constantinopla o el septentrión europeo; y viceversa.
Los hombres de la ciudad se convierten en hombres de negocios, fueran ya ricos
y poderosos o no lo fueran, a diferencia de lo que ocurría con los príncipes;
ocupados de sus asuntos y no de la responsabilidad pública y el anejo gobierno.
El campo miraba a la ciudad por el objetivo económico y no tanto o apenas por
el del aprendizaje de industrias artesanas para las generaciones venideras.
Como elementos integrantes del mundo medieval, las ciudades sufrieron también
los efectos de las condiciones políticas locales. La monarquía de cada
territorio desempeñaba un papel básico en la construcción de lugares para la
defensa que, posteriormente y bajo legislación acorde, se convertían en los
centros de mercadeo. Eran los reyes quienes satisfacían la demanda comercial de
dinero contante acuñando monedas acreditadas; y otorgaban cartas que aseguraban
el reconocimiento nacional de las libertades de una ciudad. Sucesivamente,
siglos XIII y XIV, algunas ciudades quedaron remodeladas por la fortificación
de su perímetro urbano, también por concesión y apoyo real. Ni aisladamente ni
formando una liga podían las ciudades persistir en una actitud desafiante a la
autoridad regia.
Las ciudades
y el Sacro Imperio Romano Germánico
Los
emperadores de esta federación de Estados centroeuropeos y bálticos, designaban
a ciertas ciudades con el título de "imperiales", es decir, sometidas
al emperador únicamente, para sustraerlas a la influencia de los príncipes
locales. Cuando los emperadores perdieron su autoridad efectiva estas ciudades
lucharon por mantener su autonomía. En Italia, la debilidad crónica de los
emperadores después de 1122 dejó las antiguas ciudades bajo el gobierno nominal
de los obispos, lo que facilitó que los ciudadanos obtuvieran de ellos
concesiones.
Entre las ciudades más florecientes del siglo XI, Italia contó con las
repúblicas marítimas meridionales, como Amalfi, que disfrutó del dominio
meridional de Constantinopla. A partir de 1130 todas las ciudades
independientes del Sur tuvieron que pactar con la nueva monarquía normanda. Las
ciudades situadas más hacia el Norte habían experimentado notable crecimiento
dada la nueva situación de la península después de las Cruzadas. Algunos casos
hubo de oposición frontal a la autoridad de los reyes alemanes como homónimos
de Italia, pero no fue práctica generalizada. Sí sucedió, en cambio, en la
generación posterior, con ocasión de las luchas de la liga lombarda contra
Federico I, cuyas concesiones fueron ratificadas en 1183. Aunque ello no
contribuyó a revitalizar a las antiguas repúblicas marítimas meridionales,
donde, como en Inglaterra, la efectiva actuación del gobierno real sofocaba la
independencia urbana. El desarrollo del norte de la península itálica obedeció
a la negligencia del gobierno regio junto a la determinación de algunas
ciudades de compensar tales defectos con sus propias instituciones municipales.
Ambrogio Lorenzetti: Arte y efectos
del buen gobierno (1339)
Palacio Comunal, Siena
Federico I
precipitó la lucha con esas ciudades tratando de impedir el declive de su
poder, apelando a derechos legales a él inherentes, probados por los maestros
en jurisprudencia romana de la época. Las ciudades, no obstante el imperativo
legal, resistieron con éxito, confiando en la legitimidad de sus
reivindicaciones, mayormente basadas en la costumbre. No todas las ciudades se
mostraron hostiles al emperador, quizá atemorizadas por la agresividad de
Milán, lo que las llevó a unirse en alianza imperial.
No se daba lucha de clases entre príncipes y mercaderes. Si la situación
germánica en la península hubiera sido más sólida, Federico I hubiera podido
obtener todavía más respaldo y, en contraprestación, haber aportado la
protección total al estilo de la ofrecida por los reyes de Inglaterra y
Sicilia. Aun cuando el principal interés de la disputa estribaba en determinar
la primacía legal entre la teoría de la ley y la influencia de la costumbre, la
ulterior victoria de las ciudades refleja que ya estaban en condiciones de
procurarse el adecuado apoyo militar, diplomático y político, independiente de
los recursos económicos.
Las ciudades querían tener derecho a nombrar sus magistrados. Carecían de plan
político para el gobierno conjunto del septentrión peninsular ni tampoco
esperanza fundada en perpetuar las alianzas guerreras. Cuando en el siglo
siguiente, el XIII, el emperador Federico II prometió un gobierno acorde con
las circunstancias de esa región, se reanudó la contienda. Esta vez sucumbieron
muchas ciudades al poderío militar del emperador, adoptando el papel de
déspotas locales los capitanes de tal ejército; aunque en última instancia
fuera derrotado el emperador. De esta manera las ciudades preservaron
individualmente su independencia perdiendo sus libertades como repúblicas.
Gobernadas por los citados déspotas, ambiciosos de dominio y perpetuación
dinástica, las ciudades independientes de menor tamaño fueron absorbidas por
las ciudades-estado. Únicamente las ciudades de mayor prestancia pudieron
conservar cierto tipo de control público sobre sus ciudadanos.
En definitiva, después de unas pocas generaciones, la mayor parte de las
repúblicas urbanas septentrionales de la península itálica habían pasado a
convertirse en patrimonio de "nuevas familias principescas", deseosas
de enlazar con las familias nobiliarias del Norte europeo. Luego, estas
ciudades dejaron de ser cuna de un estilo de vida urbana independiente,
característico y distinguido.
Las nuevas
ciudades de la región del Rin
La
distribución de las ciudades medievales en Europa muestra la imbricación de
presiones sucesivas, esencialmente económicas, sobre la previa estructura
eclesiástica. La concentración de ciudades en la región del antiguo Reino Medio
(el Imperio carolingio) indicaba que los carolingios podían garantizar la
seguridad de todo el tráfico procedente del Mediterráneo. Este llegaba por la
ruta más corta, desde el norte de Italia atravesando los Alpes y descendiendo
por el río Sena, y de manera especial a través de la región del río Rin, que
después de Carlomagno no era una frontera sino un corredor que daba acceso por
el Este y el Oeste a las feraces regiones de los alemanes cristianos y de otros
pueblos.
En el Imperio romano las rutas hacia el Norte habían atravesado el mar hasta la
región de Provenza y después río Ródano arriba. En la vertiente italiana de
estas rutas comerciales no era necesario buscar nuevas ciudades puesto que
existía de antiguo y habían sobrevivido a los periodos de invasión. Los
emperadores otonianos (Otón I, II y III de Alemania) se habían servido de los
obispos como funcionarios reales en aquellas demarcaciones y las administraciones
episcopales desbordaban de ciudadanos ansiosos de reconocimiento y poder. Los
emperadores también conservaban el dominio sobre varias ciudades marítimas,
entre ellas la afamada Venecia.
Vittore Carpaccio: El milagro de la
reliquia de la Vera Cruz (1494-1495)
Galería de la Academia, Venecia
En el Norte,
a lo largo del Rin, las grandes ciudades eran sede de obispos y estaban
instaladas en plazas romanas. No sucedía lo mismo en la zona del delta de este
río, donde la organización romana era retirada por los establecimientos frisios
y francos. Hasta el periodo carolingio la región no fue convertida al
cristianismo, principalmente por obra de misioneros y monjes ingleses,
irlandeses y aquitanos, más que por influencia de los obispos ya establecidos.
Debido a las condiciones inestables, precarias en realidad, la sede de Tongres,
del siglo IV, fue trasladada a Maastricht (Mastrique) antes de recalar en Lieja
a principios del siglo VIII. Al norte del Rin, la ciudad romana de Utrecht
había sido dotada anteriormente de un obispado. Las incursiones realizadas por
los nórdicos en el siglo IX afectaron nuevamente el desarrollo de la zona,
causando menos daño en los centros pequeños que se recuperaron rápidamente
haciéndose con el mando; salieron beneficiados.
En el siglo XI, el surgimiento de las ciudades en el delta del Rin evidenció la
influencia de factores distintos. Al Oeste de la ciudad de Lieja, los
Países Bajos integraban la provincia eclesiástica de Reims. La ciudad romana de
Tournai fue asolada por los bárbaros el año 406 y a partir del siglo VI su
obispado quedó vinculado a la ciudad de Noyon, 120 kilómetros al Sur. Estas dos
seos no se disgregaron hasta el año 1146. Similarmente, la seo de la ciudad de
Arras fue trasladada a la de Cambray y no se reinstauró hasta 1093. La seo de
Boulogne se estableció en Thérouanne. El pasado romano contribuyó apenas a la
organización eclesiástica de los Países Bajos. Las ciudades más famosas de la
región: Brujas, Gante e Ypres debieron su importancia a que su primitivo
desarrollo tuvo lugar en los siglos IX y X, más que a su origen romano. El
nombre de Brujas es de origen escandinavo; en el año 1000 esta ciudad había
sido un centro comercial y lugar de residencia del conde de Flandes.
Mientras el río marco la frontera de la civilización la región no pudo
desarrollarse. El advenimiento de la dinastía carolingia propició la colonización
y conversión del norte de Alemania, abriendo la posibilidad a que el delta del
Rin dispusiese favorablemente de su privilegiada localización como límite de la
vía fluvial más amplia de Europa occidental. Desde Flandes la multiplicación de
centros de actividad comercial, incipientes ciudades, se extendió a Brabante,
Holanda y Zutphen; desde las bases del mar del Norte fue costeando en imparable
avance hasta alcanzar el mar Báltico.
La organización de la Liga Hanseática en el siglo XIII demostró que los centros
comerciales del Norte, las ciudades, pese a valorar implícitamente su
independencia, entendían y requerían los beneficios de la asociación. De entre
las muchas ciudades de esta región norteña Brujas se convirtió en el punto
neurálgico del comercio y las finanzas.
En los albores del siglo XIV, Venecia y Génova, principales puertos del
comercio con Oriente, enviaron regularmente sus flotas vía el estrecho de
Gibraltar y el golfo de Vizcaya a comerciar con el expansivo Flandes.
Esta época registró el abandono de la navegación por parte de los personajes
acaudalados de las ciudades norteñas, fomentando su negocio en la recepción de
los comerciantes extranjeros y la consolidación de industrias manufactureras,
especialmente tejidos. En estos lugares prósperos y sumamente activos en el
comercio fue donde las características propias de las ciudades medievales
consiguieron una realización plena.
La Liga
Hanseática y el Báltico
Desde el
siglo X los vikingos establecieron lugares para comerciar, fortificándolos para
asegurar su permanencia; lo que no significó continuidad en la actividad
comercial hasta el siglo XIII. El comercio del Norte de Europa estaba en manos
de varias ciudades alemanas, verdaderos centros de poder, con pocas bases
escandinavas en este conjunto comercial utilizadas como depósitos. La ciudad de
Wisby, otrora lugar importantísimo para el comercio con Novgorod, la ciudad
dorada a orillas del lago Ilmen, había declinado. Las disputas de carácter
comercial, pasaron de aquí a los tribunales de Lübeck (ciudad del Sacro Imperio
Romano Germánico, al norte de la actual Alemania y a orillas del río Trave y el
mar Báltico), ciudad que en la segunda mitad del siglo XIII asumió el liderazgo
de la liga de ciudades llamada Hansa. Hanse, palabra de los altos
territorios alemanes, significa asociación; con ella quiso designarse una
sociedad, o un gremio influyente, de mercaderes de puertos extranjeros.
La ley de Lübeck entró en vigor en diecinueve ciudades el año 1300, ciudades en
los demás aspectos autónomas, vinculadas entre sí por esta liga comercial.
Lübeck había sido fundada en 1143, recibiendo un privilegio imperial en 1226;
la adopción de sus leyes en la significada ciudad de Hamburgo en 1232 refrendó
su primacía sobre el resto.
En esta
época, el movimiento a favor de la penetración alemana en los territorios
europeos orientales ganaba adhesiones. La Orden de los Caballeros Teutónicos se
había instalado en Mazovia (actual Polonia, e su región centro oriental) y el
código legal de Lübeck había llegado hasta las ciudades de Livonia (en la costa
oriental del mar Báltico, entre Letonia y Estonia hoy), en 1254, y de Riga
(actual capital del estado Báltico de Letonia), en 1270. Los comerciantes de
las principales ciudades del Báltico, y de otras ciudades también, empezaron a
cooperar para unificar los códigos de actividad, las normativas de comercio,
actuando conjuntamente contra la piratería y demás enemigos del comercio.
Una de las razones de esta cooperación política fue la ausencia, en toda la
región, de un príncipe en nombre del cual se habrían promulgado leyes quizá
contrarias al propósito de las ciudades. Tras la muerte de Federico I, el año
1250, ya no se podía invocar el emperador, los negicios y el comercio estaban
en auge ya que las tierras de Europa oriental estaban abiertas a la
colonización y la explotación. Los príncipes cristianos polacos todavía
luchaban contra los paganos prusianos, por lo que recibían gratamente la ayuda
de los europeos occidentales. Los productos del interior, transportados por
flotación, las vías fluviales orientales, hasta los puertos del mar Báltico.,
se encontraban a merced de diferentes autoridades políticas. Las costas de estos
mares septentrionales estaban a su vez bajo la jurisdicción de varios príncipes
modestos. Las ciudades de Hamburgo y Lübeck mantenían su hegemónica posición
mientras los mercaderes descubrían que contaban con los recursos adecuados para
vigilar sus propias aguas costeras. Fue así como los miembros de la Hansa, la
liga anseática, se involucraron en actividades políticas al amparo de esta
cooperación.
El enemigo más importante contra el que tenía que disputar esta liga era el rey
de Dinamarca, puesto que él representaba la alternativa de gobierno en la zona
y para la región. Desde tiempos de los navegantes vikingos, los principales
intereses de Dinamarca se centraban en el mar. Esta autoridad real estaba
afincada en Escania (actualmente en el sur de Suecia), por lo que disponía de
la llave para cerrar el Báltico o de introducirse a voluntad en el mar del
Norte para ejercer el comercio. Para los comerciantes bálticos, como los de
Lübeck el acceso a los puertos de Flandes era vital para que su actividad fuera
rentable.
Pese a las ventajas que ofrecía una sucesión dinástica mantenedora de la misma
política, los reyes de Dinamarca no consiguieron doblegar el ímpetu de la
Hansa. Lo intentaron denodadamente. Los reyes Eric VI (1286-1319) y Waldemar IV
(1340-1375) conquistaron y redujeron momentáneamente la autonomía de un extenso
territorio, pero al cabo, este último monarca, fue vencido y obligado a firmar
la paz de Stralsund (ciudad anseática al norte de Alemania), en 1367, que
otorgó a la Hansa el monopolio de la industria de los arenques de Escania, así
como libertades para la confederación de mercaderes de la ciudad de Colonia y
poderes de interferencia política sobre el reino danés.
Para entrar en tratos posteriores con la Hansa, los daneses tuvieron que
imponerse a los suecos. La hija de Waldemar IV, Margaret, forjó un plan para
unir las coronas escandinavas, enfrentando con ello a la Hansa con un enemigo
de mayor poderío. La unidad resultó precaria, sobre todo tras la muerte de
Margaret, en 1412, debido a que cada reino tenía sus propias leyes. No
obstante, la amenaza de unificación política alarmó a las ciudades de la Hansa
que precipitaron el reforzamiento de su asociación, fortaleciendo y coordinando
una reacción política. En 1418 se acordaron nuevas reglamentaciones que
establecían una función más definida para Lübeck, como también la implantación
de una asamblea suprema, la Hansetage, con una representación de casi
cien miembros de la liga, que debía reunirse en Lübeck siempre que la ocasión
lo requiriera. Esta nueva organización permitió a las ciudades ligadas
paralizar la acción de Eric V de Dinamarca y su hijo Cristian I en 1426.
Pese a este bloqueo exitoso contra Dinamarca, la Hansa
no alcanzó su antigua situación privilegiada. Por su parte el rey de Polonia
recobraba el dominio del litoral polaco, mientras que en los Países Bajos, el
duque de Borgoña había fomentado la iniciativa marítima holandesa hasta el
punto de enfrentar a los holandeses con la Hansa en el Báltico, aliándose con
los daneses, acérrimos enemigos de los anseáticos. Era el ocaso de un imperio
comercial.
La
influencia urbana en la última Edad Media
La inevitable
penetración de la política junto a las iniciativas inherentes a la actividad de
la hansa obligaron a las unidades económicas y sociales con autonomía legal a
un dispendio militar elevado para mantener la independencia. En una sociedad
predominantemente rural donde las ciudades eran, en su mayoría, dependientes en
lo tocante a recursos, las unidades económicas y sociales se veían superadas en
número por lo que únicamente podían mantener su independencia convirtiéndose en
pequeños estados con población rural, cambiando los rasgos de sus gobiernos
urbanos para hacer frente a las nuevas responsabilidades estructurales.
En Alemania hubo muchas ciudades imperiales libres que sobrevivían en
territorios menguados, pues perduraban bastantes señores del imperio,
individualmente apenas considerados pero con fuerte posición una vez sumados,
que retrasaron la aparición de unos cuantos estados con notable poderío.
En los Países Bajos, las aspiraciones de Brujas o Gante a convertirse en
ciudades-república no obtuvieron el refrendo de sus vecinos, ciudades de
menores dimensiones y potencial, ni el de los condes de Flandes y duque de
Borgoña, ambos deseosos de recuperar el poder político sobre los ciudadanos.
Únicamente en la península itálica hubo unas cuantas ciudades que consiguieron
constituirse en ciudades-estado: Venecia, Génova, Milán, Florencia, y alguna
más de inferior renombre. Más allá de la cordillera alpina, la ciudad de Berna
creó un Estado notable, mientras que las ambiciones de su rival Zurich se
vieron frustradas. El ducado de Milán absorbió a muchas ciudades pequeñas que
pasaron a convertirse en provincia, aunque manteniendo una cierta autonomía de
tipo cívico.
La nueva organización política no suponía la demolición de la vida urbana como
tal, si bien tuvo que cambiar su carácter anterior para adaptarse a las
circunstancias del siglo XV; igual que sucediera en los siglos X y XII. El
nuevo orden representaba la instauración de gobiernos con sedes fijas en las
capitales, recibiendo de ellas rasgos como el corporativismo en el gobierno y
los estilos culturales en cuestión de ceremonias y debates religiosos. Desde
este momentos las ciudades marcan el ritmo en la transformación de los valores
europeos, incorporando el campo al entorno urbano mediante la adquisición de
fincas rústicas paulatinamente transformadas en huertos, jardines y parques.
Originariamente las ciudades habían crecido con rapidez acogiendo el
espíritu emprendedor de una sociedad rural vigorosa. En las postrimerías del
siglo XIII, por hallarse el continente europeo saturado de ciudades en relación
a las necesidades económicas y comerciales, el proceso de expansión urbano
comenzó a declinar. Las esperanzas puestas en ciudades que no respondían a una
necesidad contribuyó en buena medida al frenazo. Cuando dejó de haber una
demanda de manufacturas y materias primas a suministrar por los comerciantes,
las ciudades entablaron una desaforada competencia entre sí a fin de conservar
sus mercados.
Y a lo expuesto hay que añadir las epidemias y pestes que se cebaron
principalmente en las ciudades., dado que constituían un caldo de cultivo
favorable para las infecciones. La población urbana europea fue diezmada, pero
se recuperó en cuanto comenzó a crecer la población rural, puesto que las
ciudades buscaban afanosamente atraer inmigrantes que desarrollaran
determinadas competencias. Superados los contratiempos, la prosperidad reinicia
un camino expedito y duradero.
Determinar fehacientemente la aparición de las ciudades medievales es tarea
compleja. Son muy pocos los edificios anteriores al siglo XIII que han
sobrevivido. Se trata sobre todo de iglesias, edificios constantemente
ampliados y reconstruidos, a menudo conservados como lugares históricos,
aislados y cuidados para su preservación. Estas iglesias ya eran en la Edad
Media construcciones góticas rodeadas de edificios más modernos. Eran los
edificios mejor construidos de las ciudades y los que dominaron un medio urbano
comparativamente homogéneo en lo que se refiere a su carácter arquitectónico.
Hacia finales del siglo XV no se inició la planificación urbanística de las
ciudades de manera que su apariencia, su estética de conjunto, provocara una
determinada impresión a la par que característica. A lo largo de la Edad Media,
la ciudad se transforma al compás de los individuos que la habitan.
Francisco
Moreno Cervera
¬ 03/03/2009
Apreciados(as) alumnos(as):
ResponderEliminarEl presente documento es un complemento para los contenidos vistos en clases. Deben leerlo para tener una visión más amplia de lo que fueron las ciudades medievales. Para ver las imágenes visiten http://esunmomento.es/contenido.php?recordID=167